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GLAMOUR OF THE GRAVE: FASHION’S OBSESSION WITH DEATH

OCTOBER 30, 2025

4 MIN READ

La muerte jamás había lucido tan bien. En las pasarelas de otoño/invierno 2025, la oscuridad se adueñó del protagonismo. Balenciaga convirtió el desfile en una marcha lenta y procesional, Armani Privé envolvió el romance en penumbra y Rick Owens ritualizó el minimalismo. El resultado fue menos espectáculo y más ceremonia, menos tendencia y más presagio.

La moda siempre ha coqueteado con la idea del final —el del fulgor, la relevancia o el cuerpo . Aun así, esa fascinación se ha intensificado en los últimos tiempos. Las siluetas son más pesadas, los tejidos más densos y los tonos exquisitos aunque fúnebres. Terciopelo, encaje y cuero definen el lenguaje del luto, reinterpretado como una forma de poder. Lo que antes simbolizaba pérdida hoy expresa control.

El regreso de lo gótico no es una coincidencia, sino reflejo de un estado de ánimo colectivo: agotamiento ante la velocidad, anhelo de profundidad, una atracción extraña por lo que aguarda tras el fin. A medida que las economías se contraen y la incertidumbre se instala, la industria parece preguntarse: ¿qué permanece bello cuando todo alrededor empieza a desvanecerse?

De ese crepúsculo surge una belleza inédita, frágil y deliberada, romántica y contenida. El mundo puede estar desmoronándose, pero la estética ha encontrado poesía en la sombra.

El retorno del romance oscuro

Llamémoslo «elegancia noir», «duelo chic» o, simplemente, el espíritu de nuestro presente: lo tenebroso ha dejado de esconderse para impregnarse de un resplandor vespertino. Antaño confinado a las subculturas underground, se desliza ahora por los salones de la alta costura y el scrolling infinito de las redes sociales. Los diseñadores abrazan el peso poético de la melancolía, construyendo estructuras que susurran misterio y capas que respiran deseo.

En manos de Schiaparelli, Ann Demeulemeester y Alexander McQueen, esta sensibilidad nocturna muta en un ejercicio de contención. Las sedas drapeadas y la sastrería escultórica insinúan autoridad sin estridencias, mientras la transparencia sugiere confesión y defensa a la vez. En las alfombras rojas y el front row, figuras como Jenna Ortega, Lady Gaga, Anya Taylor-Joy y Gabriette encarnan esa feminidad del ocaso que prefiere la tensión a la inocencia.

No se trata de nostalgia por el dramatismo del pasado ni de la rebeldía por la rebeldía: es una necesidad de intensidad en una era que aplana los matices, una búsqueda de gravedad y sentido. Más que huir de la luz, este resurgir de lo lóbrego consiste en reclamar el derecho a decidir cómo queremos ser mirados.

La belleza del deterioro

En cuanto las certezas se tambalean y el horizonte se difumina, el estilo deriva hacia la introspección. El negro abandona el lamento y adopta la contemplación. El ornamento se repliega para dejar hablar al silencio. En esta pausa suspendida, el brillo se atenúa y las prendas adquieren una presencia armorial: densas, llenas de intención, impregnadas de una intimidad que se resiste al exceso.

Las huellas de uso revelan una nueva honestidad. Un dobladillo deshecho por el movimiento, una superficie gastada por el roce, la leve marca donde la tela rozó la piel. Toda imperfección atestigua vida, recordándonos que la permanencia no fue sino una ilusión. El engranaje de la moda, sostenido por la rapidez y la sustitución, desacelera por un segundo y nos invita a una reflexión más lenta. ¿Qué perdura? ¿Qué se desvanece con gracia?

Quizá esta inclinación por la pátina sea, además de visual, emocional. En una cultura adicta a la inmediatez y al descarte, los signos de continuidad resultan casi revolucionarios. Lo que antes se leía como cansancio hoy transmite cuidado, pertenencia, vínculo.

Entrever refinamiento en la erosión es aceptar al tiempo como aliado y no como amenaza. Cada pliegue, mancha o irregularidad da testimonio de una participación —del creador, de quien viste, del instante mismo. Para un sector obcecado por la reinvención, esta conciencia actúa como una corrección silenciosa: el encanto no desaparece con el uso, lo absorbe. Tal vez lo que llamamos deterioro sea, en realidad, la prueba de haber vivido.

Vestirse para el fin del mundo

La moda ha funcionado históricamente como un termómetro sentimental. Cuando el planeta se tambalea, la confianza se erosiona. Más que un trend, el reciente giro hacia la mesura responde a un clima social: cautela disfrazada de sofisticación, el intento de conservar la compostura en medio del desconcierto.

Un cambio que refleja la psicología de una recesión. El gasto se transforma en estrategia; el valor sustituye a la novedad. El lujo se redefine como pervivencia, no como ostentación. La paleta sobria que domina pasarelas y calles no es nihilismo, sino pragmatismo: una armadura contra la volatilidad, una vía para mantenernos elegantes mientras lo familiar se desmorona.

Sin embargo, bajo esa sobriedad late una suerte de desafío. En una época en que el optimismo roza la ingenuidad, la discreción se traduce en resistencia. Arreglarse con prudencia —incluso con cierta reserva— no es rendirse al miedo, es negarse a desaparecer.

Acoger la inestabilidad es reconocer que la firmeza es efímera y que el gusto, como la esperanza, debe adaptarse. En este esplendor contenido habita un consuelo sutil: la certeza de que lo sofisticado sobrevive a las crisis, de que la belleza persiste incluso cuando se apagan las luces. Al final, si juzgamos por la apariencia, el fin también tiene estilo.